Antiguamente los monjes y los ascetas se iban años enteros a meditar a la montaña, se internaban en ella y no salían hasta conseguir la iluminación.
Hoy día, transitando la era de acuario, sabemos que el verdadero desafío está en las relaciones. Es en las relaciones con nuestros semejantes donde aprendemos la lecciones más valiosas, y es en ellas donde comprobamos el fruto de la meditación.
Si estoy muy tranquila y conectada meditando pero luego “aquí abajo” enseguida contesto mal a la gente, me pongo nerviosa, critico, es claro que el ego no está domesticado.
Si meditando me siento completa, pero luego creo relaciones de dependencia, donde me pierdo a mi misma, o donde someto al otro, aún hay mucho camino por andar.
Vivimos en la tierra y es en ella donde hemos de aprender. Abordar una a una las lecciones que se nos presentan, con paciencia, con amor.
Sentiremos que fallamos mil veces, por eso cada victoria hemos de celebrarla.
La clave, para mí, está en observarnos como niños pequeños en pleno proceso de aprendizaje. Una mirada tierna y compasiva hacia nosotros mismos nos salva del infierno de la culpa y el resentimiento.
Si estás en el camino del crecimiento interior, no te frustres cuando sientas que no cumples tus propias expectativas, háblate como le hablarías a un niño que está aprendiendo algo nuevo, seguro le sonreirías, le dirías palabras de aliento.
Aprendamos a vernos con amor y compasión.
Imagina que pasaría si tuvieras una planta en casa y cada día le hablases tan mal como lo haces contigo mismo… ¿cómo crees que acabaría esa planta?
Seamos el corta-caminos que impide que el fuego del maltrato se expanda. Empecemos por nosotros mismos.
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