Siempre me molestó el ruido de la ciudad.

Desde chica ya me enervaba el claxon de los autobuses en las avenidas de Buenos Aires, cuyos conductores tocaban sin ningún tipo de reparo.

Pero no fue hasta muchos años más tarde, cuando andaba de ruta por Asia, que unos viajeros me contaron que acostumbraban usar tapones para los oídos.

Al principio la idea me pareció bastante friky pero empecé a usarlos poco tiempo después, a raíz de hospedarme en un hostal que colindaba con un templo.

Allí se festejaba una ceremonia de rezos a las 4 de la madrugada como es costumbre en India. El Pooja se acompaña de cantos y la penetrante melodía de una campana y dura lo que a mi mente de ensoñación le parecía una eternidad!

Cierto es, que después pasé muchos años sin usarlos ya que me asenté en una urbanización de montaña donde el ruido más fuerte era el de alguna moto haciendo rally los fines de semanas.

El caso es que hace un par de años me volví a mudar a la “civilización” y junto con la mudanza volvieron el ruido y los tapones.

No los uso mucho, pero cuando lo hago me gusta la sensación. Todo el volumen de mi entorno disminuye varios decibelios y escucho muy fuerte mi propia respiración. Si los uso mientras camino retumban mis pasos, siento como resuena el pecho y a mi mente le apetece menos divagar. Así es que siempre los llevo en mi bolso.

Algunos días si me siento un poco aturdida a la hora de recoger a mis hijos del cole, me pongo los tapones y voy andando a buscarlos, cuando llego en general la sensación es mucho más descansada.

Pero lo curioso fue darme cuenta que los días que realmente estaba aturdida, no era por el ruido exterior sino por el que producía mi mente.

El agotamiento aparecía en esos días donde la mente se regodea dando vueltas al mismo asunto una y otra vez. Donde alguna cuestión por resolver o aquel gesto, aquella palabra o acto de tal o cual persona parece acaparar mi entera atención. Como si el mundo se redujera tan solo a eso.

Entonces, agotada de escucharme, aprovecho la excusa del ruido de la calle, me pongo los tapones, y la verdad es que escuchar mis latidos, mi respiración y mis pasos, me calma enormemente.

De este modo, dejo de escuchar el ruido penetrante de mi mente, más penetrante aún que las campanadas del Pooja. Y es entonces, cuando mi mente de ensoñación, al fin descansa.